Opiniones

35 años iluminando a niñas y niños: la historia de Renata y el legado de Casa del Sol

Enrique Valentín

Director Ejecutivo de Casa del Sol

Renata llegó a Casa del Sol con siete años, acompañada por su hermanito que apenas era un bebé, lo que encontró tras ese portón no fue solo un refugio, sino un hogar lleno de vida, aprendizaje y afecto. Desde el primer día, los pasillos se convirtieron en el escenario de una niñez que, aunque marcada por la adversidad, se tejía poco a poco con risas, abrazos y descubrimientos.

Una de las grandes pasiones de Renata fueron las clases de danza aérea,seguro recuerda con cariño cómo subir esas telas la hacía sentir poderosa, como si pudiera transformar el mundo a cada movimiento, un día me dijo: “las telas son como mi vida, si algo se complica hay que seguir y si te caes, te levantas”. La danza no solo fue un arte para ella, sino una vía para expresar emociones que no siempre encontraba en palabras, cada ensayo era una aventura, cada caída un aprendizaje, y cada aplauso, una semilla de confianza que la ayudó a florecer.

El violín fue otra puerta a la disciplina y la belleza, la memoria de esas tardes donde las cuerdas vibraban con melodías, guiadas por un maestro paciente, seguro aún la conmueve. En medio de la rutina diaria, aquellas notas eran como un hilo invisible que conectaba su espíritu con un mundo más amplio, más lleno de esperanza, a veces, en las noches tranquilas, soñaba con tocar para grandes auditorios, pero también para su pequeña familia en Casa del Sol.

La naturaleza despertó en Renata un amor profundo y liberador, sobre todo cuando tuvo su primera mascota, ese perrito que creció más de lo calculado y que sólo respondía ante la calidez de esa niña amorosa. Los jardines de la casa hogar se convirtieron en su santuario: el lugar donde podía correr, a veces gritar un poco más de lo normal o simplemente contemplar el cielo.

Fue también en Casa del Sol donde conoció la alegría de un gran parque de diversiones, justo en su cumpleaños número 13, una excursión que la llenó de asombro y felicidad, nunca había imaginado que pudiera subir a una rueda de la fortuna y mirar la ciudad desde las alturas, ni sentir el viento en el rostro mientras giraba en una montaña rusa.

Y luego estuvo la playa, esa frontera mágica entre la tierra y el mar, que Renata visitó por primera vez gracias al esfuerzo de muchas personas: las olas, la arena tibia, el sonido del mar resonando en sus oídos… todo fue un descubrimiento que le enseñó a soñar más allá de los muros que alguna vez la contuvieron. “Fue como conocer un universo nuevo, donde podía ser libre y feliz sin miedo”, recuerda.

Pero más allá de las actividades y los lugares, para Renata, Casa del Sol fue su familia, un lugar donde, pase lo que pase, siempre habría alguien que la cuidaría, que le tendería la mano o le daría un abrazo cuando el mundo se pusiera difícil. Esa certeza le dio fuerza en los días grises y alimentó su esperanza. “Casa del Sol no es solo un lugar en el que viví, es mi familia. Y esa familia vive en mí, siempre”, dice con una sonrisa que mezcla nostalgia y gratitud.

No importa cómo haya sido su partida, Renata siempre valorará el esfuerzo, la dedicación y el amor de las educadoras y todo el personal que hizo posible que ella y su hermano pudieran crecer con dignidad y esperanza.

La historia de Renata, una entre las más de 1,500 que se celebran en este 35 aniversario, es la prueba viva del impacto de Casa del Sol; porque aquí no solo se brinda un techo, sino también la oportunidad de descubrir talentos, construir sueños y formar raíces fuertes.

Que cada niña y niño que pasa por esta casa pueda decir algún día, como Renata, que encontró un hogar que les enseñó a brillar.

Gracias, Casa del Sol, por ser ese faro que ilumina vidas, por regalar historias como la de Renata y por seguir construyendo un mundo donde niñas y niños sean siempre un motivo para seguir.

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