Más que números: la urgencia de construir policías locales con calidad y no solo con volumen

Por: Guillermo Alberto Hidalgo Montes
En México, la conversación sobre seguridad ciudadana suele caer en la trampa seductora de creer que “más policías” equivale automáticamente a “más seguridad”. Lo anterior debido a que, esta aseveración, es una idea fácil de vender políticamente (porque es cuantificable), pero peligrosa cuando reemplaza lo que de verdad cambia la calle: “la calidad” del servicio policial. La paradoja es evidente: podemos engrosar nóminas, abrir convocatorias masivas y presumir “estado de fuerza”, y aun así mantener patrullajes erráticos, respuestas tardías, detenciones mal hechas que se caen en el Ministerio Público (tal y como sucede en muchos lugares de nuestro país), y una relación rota con la comunidad. No es un dilema abstracto: es el punto exacto donde la seguridad deja de ser política pública y se vuelve ruleta rusa o un acto meramente de fe (funciona porque Dios quiere).
La lógica de “contratar por contratar” suele ocultar un costo silencioso: la rotación. En 2022, dentro de las instituciones municipales se reportaron 15,248 renuncias (además de lesiones, jubilaciones y casos de desaparición/no localización). Una corporación que pierde gente de manera constante no solo pierde manos: pierde experiencia, cohesión, supervisión informal, mentoría en campo y memoria operativa. Cuando el flujo de entrada y salida es permanente, la institución vive en modo “curso básico eterno”, y cada generación nueva vuelve a cometer los mismos errores que la anterior ya había pagado con sangre, expedientes o desprestigio.
La otra cara de la moneda es el riesgo. Ser policía en México, sobre todo en lo local, es ejercer una profesión expuesta. Con cifras de Causa en Común, en lo que va de 2025, una organización civil ha documentado más de 300 policías asesinados (en promedio, alrededor de uno al día), con variaciones por entidad y semana. Esto no se resuelve con discursos motivacionales ni con reclutamiento express. Se enfrenta con capacidades reales: policiamiento basado en evidencia, táctica, inteligencia básica, protección institucional, mando funcional, disciplina, y un sistema de bienestar que reduzca la vulnerabilidad (y la corrupción). Sin calidad, el “refuerzo” de personal puede convertirse, literalmente, en reposición.
Por eso la discusión correcta no es si faltan policías (que en muchos lugares sí), sino qué tipo de policía estamos formando y sosteniendo. Y aquí aparece el núcleo duro: la calidad no nace en el uniforme; nace en el aula… pero sobre todo en quien está frente al grupo.
La Calidad policial debe existir con menos mitos pero más estándares. Esto no es romantizar “policías de élite”. Es exigir estándares mínimos sostenidos en toda la cadena: reclutamiento, formación inicial, evaluación, certificación, entrenamiento continuo, supervisión en campo, carrera, disciplina y mando. Es cierto que tenemos habilidades de la función policial estandarizadas. Sin embargo, al subir la escala jerárquica, estas habilidades cambian; ahora se debe saber de estrategia, gerenciamiento, presupuestación, entre otras muchas. Al carecer de estas “Habilidades Gerenciales” muchos de los mandos policiales no cumplen con su labor. México no parte de cero en normatividad: la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública establece bases para la selección, ingreso, formación y certificación; y contempla la exigencia del Certificado Único Policial como condición clave para la trayectoria del integrante. El problema es que, en demasiados lugares, la norma vive en papel y la operación vive en urgencias: faltan patrullas, sube la incidencia, “hay que sacar turnos”, y el entrenamiento se vuelve el primer recorte tácito.
El costo de esa improvisación lo paga la ciudadanía de varias maneras. Una es la confianza: cuando la policía local no investiga lo básico, no preserva indicios, no documenta bien, o no sabe aplicar el uso de la fuerza con legalidad, la gente aprende a no llamar. Y esa desconfianza se refleja en un dato brutal: en 2024, 93.2% de los delitos no se denunciaron o no derivaron en carpeta de investigación (la llamada “cifra negra”). Sin denuncia, el sistema se queda sin información; sin información, se patrulla a ciegas; y patrullar a ciegas suele terminar en operativos reactivos, detenciones de ocasión o abuso.
Otra es el desempeño institucional: si el municipio fracasa, el vacío lo ocupan otros. No solo el crimen organizado; también la dependencia estructural de fuerzas estatales o federales para tareas que deberían resolverse localmente. Eso erosiona capacidades municipales, y crea una cultura de “esperar que alguien más lo haga”.
Es importante recalcar que el problema no es “más cursos”, es profesionalizar a quien enseña y es aquí donde entramos a un tema incómodo: los instructores. La formación policial puede fallar aunque el temario sea correcto, si el cuerpo docente no está preparado para enseñar adultos a través de estrategias andragógicas, evaluar competencias y trasladar aprendizaje a escenarios reales. El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública define el Programa Rector de Profesionalización (PRP) como el instrumento que establece lineamientos, programas y contenidos mínimos para la profesionalización del personal policial y de procuración de justicia, y señala la necesidad de procesos homologados para que el personal adquiera y fortalezca habilidades y conocimientos peeeeeeeeeeeeeeeeeeeero, la neta la neta el proceso actualmente no es eficiente.
El propio sistema reconoce que no basta con “tener instructores”; se requiere trazabilidad, evaluación y estandarización del instructor, porque el instructor es el multiplicador. Un mal instructor produce generaciones de malas prácticas (a lo que se le conoce como “cicatrices de entrenamiento” o “training scars”); un buen instructor produce hábitos operativos que se vuelven cultura.
En México, el instructor policial enfrenta al menos cinco obstáculos estructurales (y culturales): 1) La precariedad del rol. En muchas instituciones de formación y profesionalización policial, “ser instructor” no es una carrera: es una comisión temporal, un complemento salarial, o una tarea adicional. Sin estabilidad, no hay mejora continua. Sin mejora continua, se recicla el mismo material, año tras año. 2) El divorcio entre aula y calle. Hay instructores con experiencia operativa, pero sin didáctica; y otros con formación académica, pero sin práctica real. En ambos casos, el alumno aprende “lo que suena bien” o “lo que se hacía antes”, no lo que se necesita hoy: intervención policial con legalidad, primer respondiente, justicia cívica, investigación básica, proximidad e inteligencia cotidiana. Urge el poder amalgamar la práctica con lo académico y generar lo que se conoce como “Pracademics” 3) La evaluación débil. Si el curso se aprueba por asistencia y no por desempeño, la capacitación se convierte en trámite. La calidad exige evaluación por competencias: qué sabe hacer el policía en escenarios, cómo decide, cómo documenta, cómo escala el uso de la fuerza, cómo preserva evidencia, cómo comunica. 4) La captura por urgencias operativas. Cuando falta personal en la calle, los mejores perfiles se regresan a patrullar. El instructor queda como “lujo” prescindible. Así, la institución pierde el motor de profesionalización. 5) La falta de “train-the-trainer” real. Muchos instructores no han sido formados como instructores. Se asume que quien sabe hacer, sabe enseñar. Es falso. Enseñar policías adultos requiere metodología, gestión de grupo, evaluación objetiva y diseño instruccional orientado a riesgo.
Entonces… ¿Qué significa “calidad” en términos concretos? Si tuviéramos que aterrizar la palabra, calidad policial municipal y estatal significa, como mínimo:
Reclutar menos, pero mejor: filtros reales de perfil, integridad y aptitud. No “llenar turnos”, sino construir carrera.
Formación inicial sólida y estandarizada (no recortada por urgencia).
Capacitación continua con contenido práctico y evaluación por competencias.
Supervisión en campo: el aprendizaje se consolida en la patrulla, no solo en el aula.
Mando profesional: mandos que sepan dirigir, evaluar y corregir; no solo “administrar guardias”.
Instructores certificados, evaluados y con carrera: si el instructor es improvisado, la policía será improvisada.
México no necesita una discusión sentimental sobre “héroes” ni una discusión electoral sobre “más elementos”. Necesita una discusión institucional sobre capacidad. Los municipios y estados pueden sumar personal, sí, pero si no se invierte en profesionalización (y especialmente en profesionalizar instructores), se multiplicará el problema: más contactos policiales mal hechos, más expedientes frágiles, más fricción con la ciudadanía, más desgaste y más renuncias.
La calidad cuesta, pero la mala calidad cuesta más: en confianza perdida (aunque suene a cliché), en delitos no denunciados, en casos mal integrados, en policías caídos y en comunidades que aprenden a vivir sin Estado. Mientras sigamos celebrando la cantidad como si fuera logro, seguiremos postergando lo único que cambia la historia cotidiana: una policía local que sepa lo que hace, pueda demostrarlo y tenga instructores capaces de formar (con rigor) a la siguiente generación.
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