Soluciones contra la violencia sexual: la urgencia de una sensibilidad al trauma en niñas, niños y adolescentes

Por Psicóloga Luz Elena Munguía Díaz, coordinadora Educativa de Casa del Sol
Hablar de violencia sexual infantil nunca ha sido sencillo, ni mucho menos fácil; cada vez que tocamos este tema, nos enfrentamos a una realidad incomoda dura y profundamente dolorosa, sin embargo, es precisamente esa incomodidad la que nos obliga a no mirar hacia otro lado.
En mi experiencia de trabajo con niñas, niños y adolescentes, he visto cómo el abuso sexual no solo marca un episodio traumático, sino que fractura elementos esenciales del desarrollo: la confianza, la seguridad interna y la percepción del mundo como un lugar que debería proteger y no lastimar.
Al participar en la conferencia “Soluciones contra la violencia sexual: Sensibilidad al trauma en niñas, niños y adolescentes” organizada por Guardianes A.C., hubo una idea central la cual me hizo reflexionar desde el primer momento: la infancia confía plenamente en nosotros, en quienes estamos llamados a protegerla. Cuando un niño rompe el silencio, lo hace desde un lugar de vulnerabilidad absoluta, y si fallamos en escuchar, si fallamos en creer, fallamos en proteger algo sagrado: su derecho a vivir sin miedo.
El abuso sexual infantil no es solo un acto violento en el presente, también es una fractura silenciosa en la construcción del futuro de las niñas, niños y adolescentes. La confianza, es ese pilar fundamental del desarrollo emocional, se tambalea o se derrumba cuando quien debía cuidar es quien lastima, o cuando quienes rodean a las infancias no saben verlo, no quieren escucharlo o lo obligan a callar.
Esta realidad es profundamente dolorosa ya que como adultos podemos cuestionarnos: ¿qué estamos haciendo para que la infancia se sienta realmente protegida? ¿Estamos preparados para recibir relatos difíciles sin juzgar, sin cuestionar, sin minimizar? ¿Tenemos la sensibilidad para comprender que un niño no tiene la obligación de narrar un trauma con la claridad que exige un adulto?
La infancia, a diferencia de nosotros, no tiene herramientas elaboradas para defenderse, tiene gestos, tiene silencios, tiene conductas, y esos indicios, que para algunos pueden parecer mínimos, suelen ser los intentos más valientes de revelar una verdad que les incomoda en el cuerpo y en la memoria.
Una idea que rescato profundamente de la conferencia es que nuestro trabajo no consiste únicamente en comprender cómo ocurrió el abuso o cómo el menor lo relata; no se trata de llenar formatos, aplicar instrumentos o seguir pasos mecánico, todo eso es necesario, sí, pero no suficiente.
Trabajar con niñas y niños que han vivido abuso sexual nos exige un compromiso ético constante. Cada palabra que expresan, cada pausa, cada mirada, tiene un peso y no podemos acercarnos desde la frialdad técnica ni desde la prisa institucional. La escucha debe ser activa, respetuosa y, sobre todo, libre de juicio.
Me parece fundamental reconocer que la sensibilidad al trauma no es una moda ni un enfoque opcional, es una necesidad urgente. Las infancias dañadas no necesitan entrevistas invasivas, preguntas repetitivas o evaluaciones que reviven el dolor, necesitan acompañamiento, contención y profesionales capaces de leer más allá del discurso verbal.
La sensibilidad al trauma nos invita a preguntarnos no solo qué pasó, sino qué necesita este niño hoy para sentirse seguro, qué puedo ofrecerle para que recupere parte del control que perdió, cómo puedo evitar hacer más daño desde mi intervención. Pero ¿cómo lo podemos lograr?
Una evaluación profesional adecuada es la puerta de entrada a cualquier intervención responsable, esto implica no solo dominar instrumentos, sino también comprender el momento emocional del niño, su capacidad narrativa, sus límites y su manera particular de procesar el trauma.
He aprendido que la evaluación no solo debe buscar señales del abuso, sino también identificar redes de apoyo, factores de protección y condiciones de riesgo. La evaluación es integral cuando reconoce que el abuso sexual no es un hecho aislado, sino parte de un entramado de dinámicas familiares, comunitarias y sociales.
Si no evaluamos con sensibilidad al trauma, corremos el riesgo de convertirnos en una nueva fuente de dolor y eso sería imperdonable. En la atención a víctimas infantiles, la prisa, la indiferencia o el uso mecánico de herramientas puede reabrir heridas en lugar de contribuir a cerrarlas.
Por eso, más allá de los conocimientos técnicos, debemos asumir nuestra responsabilidad ética: ser una fuente de protección y no de daño.
Uno de los efectos más devastadores del abuso sexual infantil es el silenciamiento, y es por ello que le doy entrada a un tema que tendríamos que aprender a trabajar con ello.
Uno de los efectos más devastadores del abuso sexual infantil es el silencio, muchas niñas y niños guardan su experiencia por temor, confusión, culpa o por la amenaza explícita del agresor. Cuando logran hablar, a veces lo hacen de forma fragmentada o aparentemente inconexa, esa es su forma de protegerse y a la vez de pedir ayuda.
Quienes trabajamos con ellos tenemos la obligación de romper el silencio impuesto y acompañar el proceso de devolverles la voz. Esto no significa forzar un relato, sino crear las condiciones para que el niño sepa que su verdad importa y que no será castigado por decirla.
Romper el silencio también implica trabajar con las familias, algo que suele ser complejo, pero necesario. La mayoría de los casos de abuso infantil ocurre en espacios cercanos, por eso, informar, sensibilizar y acompañar a los cuidadores es una parte indispensable del proceso.
Me quedo con una frase profundamente cierta: proteger a la infancia no es solo un acto profesional, es un acto de humanidad.
Podemos tener miles de títulos, capacitaciones, certificaciones y años de experiencia, pero nada de eso sustituirá la empatía, la sensibilidad y la convicción de que cada niña y niño merece crecer sin violencia.
Nuestra labor exige valentía moral: denunciar cuando sea necesario, nombrar lo que otros prefieren callar, acompañar aun cuando el proceso sea lento o incómodo, y sobre todo, estar presentes de manera auténtica.
La violencia sexual infantil es una realidad que no desaparecerá solo con discursos. Necesitamos acción: políticas institucionales claras, protocolos sólidos, profesionales capacitados, familias informadas y una sociedad que deje de normalizar el silencio. Pero, sobre todo, necesitamos mantener una postura ética firme: estar del lado de la infancia, siempre.
Después de reflexionar sobre lo aprendido en la conferencia, reafirmo mi convicción de que el trabajo con niñas, niños y adolescentes requiere un cambio profundo en nuestra mirada y nuestras prácticas. La sensibilidad al trauma no es una opción, es una obligación ética y humana.
Escuchar sin juzgar, intervenir sin dañar, evaluar con responsabilidad y acompañar con empatía son acciones que pueden marcar la diferencia en una vida que ya ha sido herida.
Si queremos soluciones reales contra la violencia sexual, debemos empezar por reconocer la enorme responsabilidad que tenemos en nuestras manos: proteger la confianza de la infancia, devolver la voz a quienes fueron silenciados y contribuir a que su futuro sea un lugar seguro y digno.



